lunes, 5 de octubre de 2009

Envío Nº 74 ASPECTOS DE LA FILOSOFÍA DEL INDIO (I Parte)

ASPECTOS DE LA FILOSOFIA
DEL INDIO (I Parte)*

Señor, señoras, señores:

Debo agradecer por el privilegio que se me ha concedido al otorgarme el título de Doctor Honoris Causa de esta distinguida Universidad de Saarland.

Quiero hacerlo, no en cumplimiento de un mero formalismo, sino de corazón. Quiero hacerlo, no por que yo me considere merecedor de un titulo semejante, sino porque en este acto, descubro la bondad, la generosidad, el espíritu de estímulo de los conductores y estudiantes, y, creo yo, de los hermanos alemanes. Quiero hacerlo, reconociendo con sencillez, que cuanto he vivido y aprendido no ha sido extraído de las aulas universitarias de mi país o de algún otro país del mundo, sino de la cantera del pueblo, porque mi universidad ha sido el pueblo y mis mejores maestros han sido los pobres en general y particularmente los indígenas del Ecuador y de América Latina, considerados en Puebla como “los más pobres entre los pobres”.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo expresar significativamente mi agradecimiento a la Universidad, a la ciudadanía y a los amigos aquí presentes? El título de Doctor Honoris Causa es un don que se me concede gratuitamente, entre amigos y hermanos, es normal que se establezca una correspondencia: el agraciado con un don está llamado a corresponder con otro don a los generosos donantes. En mi caso concreto, quiero ofrecerles el don que a mí me ha enriquecido: el tesoro del pensamiento y de las enseñanzas de los indígenas. Pienso que así puedo corresponder a vuestra generosidad y, al mismo tiempo, hacer justicia a quienes me han hecho confianza de revelarme su identidad cultural y mostrarme cómo hay que vivir el Evangelio.

Mis padres, haciendo uso de su pedagogía de pobres, me enseñaron desde niño a amar a los indígenas. Por esto, durante mis años de estudio en el Seminario Mayor de Quito, mi sueño era llegar a ser párroco rural.

El sueño demoró largos años antes de convertirse en realidad, pues, durante 19 años después de ordenado sacerdote, trabajé en la ciudad de Ibarra, como profesor en el colegio-seminario San Diego, como co-asesor de la JOC (Juventud Obrera Cristiana) y como fundador y director del periódico La Verdad. Al cabo de esos años, la Santa Sede me nombró obispo de Riobamba. Al conocer, en mi primer recorrido, el territorio y los habitantes de esa diócesis, me di cuenta de que Dios me esperaba allí para realizar mi sueño.

La situación de los indígenas, desde todo punto de vista, era deplorable. Los indígenas estaban hundidos en la miseria total: económicamente desposeídos de sus tierras y explotados; socialmente marginados y despreciados; culturalmente reducidos a la ignorancia y al analfabetismo; políticamente considerados como cero a la izquierda, puesto que, por analfabetos, no tenían derecho ni a dar su voto para elegir mandatarios o legisladores. Desde el punto de vista psicológico, eran víctimas de múltiples y destructivos complejos, tales como la ignorancia, el miedo, la desconfianza, la pasividad, el fatalismo.

Dentro de este panorama desolador, he sido testigo, durante más de treinta años, del poder liberador del Evangelio, vale decir, de la continuidad de realización de los signos con que Cristo acompañaba la proclamación de la Buena Nueva a los pobres. Efectivamente, quienes estuvieron ciegos, ahora ven, quienes habían perdido la palabra por causa de la opresión, y estaban mudos, ahora hablan; quienes se sentían tullidos y paralíticos, porque habían sido maltratados durante siglos, ahora caminan y se organizan como pueblo.

Nos aproximamos al año 1992 en el que se cumplirá el quinto centenario del llamado descubrimiento de América y de la primera evangelización de sus habitantes, los indios. A esta altura de la historia, los indios de la provincia de Chimborazo (Diócesis de Riobamba), los indios del Ecuador (más de tres millones), los indios de América (más de cuarenta millones), han comenzado a abrir los ojos, han comenzado a ver, han comenzado a desatar su lengua, han comenzado a recuperar su palabra, han comenzado a decirla con valentía; han comenzado a ponerse en pie, han comenzado a caminar, han comenzado a organizarse y a realizar acciones que pueden convertirse en acciones de trascendental importancia para ellos, para los países de América, para muchos países del mundo.

Porque ya ven, porque ya dicen su pensamiento, porque ya caminan y saben a dónde van, frente a la conmemoración de los quinientos años del “descubrimiento” de América, rechazan toda celebración pomposa y triunfalista que pretenden llevar a cabo tanto los gobiernos como las iglesias de España, Europa y América Latina, reunidos en Quito, Ecuador, del 30 de junio al 6 de julio de 1986, con ocasión de la “Segunda Consulta Ecuménica de Pastoral Indígena”.

¿Por qué rechazan el propósito de conmemorar solemnemente un acontecimiento al parecer, tan significativo? Porque, más que un descubrimiento, fue una invasión con fatales consecuencias: extinción de más de setenta y cinco millones de hermanos, usurpación de sus dominios territoriales, desintegración de su organización y cultura, sometimiento ideológico y religioso. Porque a partir de la conquista española, se ha establecido una permanente violación de sus derechos fundamentales; porque la Iglesia Católica y otras iglesias, particularmente es estos últimos tiempos las sectas religiosas, han colaborado con el poder temporal al sometimiento de los pueblos indios.

Los indios del Ecuador y de América han empezado a realizar un autodescubrimiento, ese que, por encima de todo folklorismo, llega al núcleo de su propia originalidad, de su propia identidad histórica y cultural; ese que extrae de las profundidades del ser lo característico y, por lo mismo, lo distintivo, de su manera de concebir el mundo, el trabajo, el tiempo, el dinero, la familia, la comunidad, la organización, la educación, la nacionalidad, la autodeterminación, las relaciones con Dios, la autenticidad del Evangelio y de la Iglesia de Cristo. Los indios de América Latina – dice un importante documento del Departamento de Misiones del CELAM – “mantienen con la tierra una relación mística”. (La Evangelización de los indígenas en vísperas del medio milenio del descubrimiento de América. Bogotá, septiembre 16 de 1985).

Proclaman hoy que la tierra es su madre, porque de ella han nacido, porque ella los alimenta, porque en su seno descansan cuando están fatigados por el trabajo, porque a ella volverán cuando mueran.

Esta concepción de la tierra hunde sus raíces en la narración bíblica de la creación del mundo y del hombre. Es fácil descubrir en ella las semillas de Verbo. El Génesis cuenta que “Yahvé formó el hombre con polvo de la tierra” (2,7); que dijo “Produzca la tierra pasto y hierbas que den semilla y árboles frutales que den sobre la tierra fruto con semilla dentro” (1,11-12); “produzca la tierra animales vivientes de diferentes especies”(1,24); que entregó al hombre” para que se alimente, toda clase de hierbas, de semillas y toda clase de árboles frutales” (1,28); que llevó ante el hombre “todos los animales del campo y todas las aves del cielo para que les pusiera nombre” (2,19).

Eco vivo de la belleza del cántico bíblico de la creación fueron las palabras con que contestó el jefe Seattle de la nación Swamish al presidente Franklin Pierce, a la propuesta de compra de sus tierras: “Habéis de saber que cada partícula es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y en la experiencia de mi pueblo… Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos… El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre”.

Con la misma emoción y profundidad de hace más de ciento treinta años con que habló el jefe indio, hablan hoy los indios del Norte, Centro y Sudamérica, acerca de la tierra y de la naturaleza. El indio concibe como madre a la tierra, porque de ella ha nacido también, porque ella le alimenta. La tierra laborable está compuesta de arena, arcilla, caliza y una capa de humus. Las plantas extraen de la tierra el nitrógeno, el fósforo, el potasio, el magnesio y otras composiciones químicas. Los animales se alimentan de las plantas. El hombre se alimenta de las plantas y de los animales. En definitiva, el hombre se alimenta de la tierra, de las sustancias que componen la tierra, de la misma manera como el niño se alimenta de la leche de su madre. Existiendo una relación vital tan estrecha, ¿cómo ha podido el hombre olvidar que es tierra? El hombre indio no lo ha olvidado. Recogiendo su pensamiento el Documento de Bogotá antes citado dice: “…no son ellos los que poseen la tierra sino que es la tierra la que los posee a ellos, más aún, los indígenas son la tierra”.

Es cierto que esta manera de pensar está en abierta contradicción con el pensamiento de la cultura occidental economicista y dominante. Es cierto que muchísima gente puede opinar que esta manera de pensar acerca de la tierra es primitiva, anticuada y contraria al ímpetu irresistible del progreso que anima al hombre moderno. Sin embargo, creo que estamos en la última hora que nos permite todavía detenernos a reflexionar para examinar si lo que llamamos progreso no es una carrera loca hacia la destrucción y la muerte, y si no estamos obligados también en este caso, a volver a las fuentes para redimir la vida.

La visión armónica que tiene de la creación el pueblo indígena, su respeto a la naturaleza y su cuidado de las reservas pueden educar la conciencia ecologista de los hombres de Europa y de otras partes del mundo y contribuir a que se haga un alto a la explotación destructora de los recursos naturales.

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