lunes, 26 de octubre de 2009

Envío Nº 96: EL DIÁLOGO ( I Parte)

EL DIALOGO (I Parte)

1. Todos hablan de diálogo.- Actualmente, cualquier persona habla del diálogo. Pero casi nunca con acierto. Se puede decir que los hombres sienten la necesidad de dialogar, pero que no han encontrado ni la actitud dialogal ni los caminos del diálogo.

De ordinario, los que han sido llamados súbditos se quejan en contra de sus superiores de que éstos no admiten el diálogo. De ordinario, también, sucede que los superiores, cualesquiera que estos sean, rehuyen un auténtico diálogo.

• No hay como dialogar con él o con ella -dice un religioso hablando de su superior, una religiosa hablando de su superiora, un sacerdote hablando de su obispo, un trabajador hablando de su patrón o gerente, un empleado hablando de su empleador, un miembro de una organización hablando de su presidente...

• Pero si yo he querido dialogar con ellos -responden superiores y superiores, obispos y jefes de empresas de trabajo, en defensa propia contra las acusaciones que se les hacen.

¿Qué es lo que ocurre en el fondo de las relaciones humanas? ¿Por qué, hablando tanto de diálogo, sin embargo no se produce el acuerdo entre unos y otros?

2. Antidiálogo.- En general, la respuesta a estos interrogantes es que unos y otros adoptan posturas y escogen caminos que no son precisamente los del diálogo auténtico.

Primera postura antidialógica es la del silencio como expresión de la indiferencia. Cuando una persona ha resuelto “no decir nada”, es decir guardar silencio, es que ha llegado a adoptar una actitud de indiferencia, tanto frente a los acontecimientos, como frente a los hombres que los producen. Esta actitud equivale a encerrarse en uno mismo, para evitar las posibles molestias que sobrevengan de parte de los demás. Significa un desinterés intencionado y aislante. Ya podemos hablar dirigiéndonos a esta clase de personas, que éstas no nos escucharán: oirán nuestros pronunciamientos pero interiormente se encogerán de hombros. De esta manera, se incapacitan a sí mismas para poder entender a sus semejantes.

Actitudes de esta clase no son fruto de la pura imaginación: son actitudes reales. Las encontramos en el silencio que guardan entre sí esposo y esposa, durante días y días y a veces durante toda una vida. En este silencio glacial el que constituye el fuego que ellos mismos llaman infernal que los consume. “No quiere cruzar palabra conmigo” ¿Cómo pueden construirse a sí mismos y construir su hogar si han introducido en él un muro espeso, frío, duro, inconmovible? Ese mismo silencio se produce tantas otras veces entre miembros de una misma familia, entre vecinos, entre compañeros de oficina o de trabajo, entre los llamados súbditos y los llamados superiores o jefes.

Así, se ciegan los caminos del diálogo. Lo único que sobreviene es la muerte.

Una segunda actitud es la de la dominación. Cada cual quiere imponer su punto de vista, su criterio, su capricho. Si se habla de diálogo es únicamente con el deseo de ser escuchado y de sacar triunfante el punto de vista que le interesa. Aquí también está patente el egoísmo. Aquí tampoco hay una escucha atenta de los razonamientos del otro. Aquí también hay una barrera que impide la intercomunicación de dos personas. Lo que se llama diálogo entonces es más bien una lucha: tiene posibilidades de salir triunfante el que habla más, el que grita más el que se encapricha más. Pero las relaciones se vuelven más tensas y las posibilidades de comprensión desaparecen.

La actitud impositiva y conquistadora destruye los más sanos caminos del diálogo, de la misma manera como destruye la vida cualquier arma bélica utilizada para ahuyentar y matar. Esta actitud tampoco es el fruto de la fantasía: se la encuentra con tanta frecuencia en las relaciones ordinarias entre los hombres. En el hogar, es a veces el hombre el que quiere imponer a toda costa su criterio y es a veces la esposa la que quiere imponer su capricho. O son los hijos quienes aspiran a salir adelante con sus deseos muchas veces desordenados. En la escuela, el colegio, o la universidad, a veces es el maestro o profesor quien impone sus conocimientos y lo que llaman disciplina, a veces son los alumnos los que imponen sus gustos. En los lugares de trabajo, los jefes jamás hacen una consulta a quienes deberían ser sus colaboradores y, a su vez, cuando los colaboradores se sienten menos vigilados, saben también hacer de las suyas.

3.- Condiciones.- Siguiendo la doctrina de Paulo VI y de Paulo Freire y completándola una con otra, se pueden señalar las siguientes condiciones como requisitos indispensables para un diálogo auténtico:

a. El diálogo debe realizarse entre sujetos, es decir, entre personas, o todavía más claro y más preciso entre seres que aspiran a personalizarse mutuamente. En la práctica, esto quiere decir que ninguna de las partes debe ser considerada como un objeto, como una cosa, como un instrumento. Uno y otro deben aspirar a ser más y a ayudarse, por medio del diálogo, para la realización de este objetivo.

b. Al diálogo se debe ir en busca de un tercero. Esto está en oposición con la actitud que busca el triunfo del propio yo. En busca de un tercero que para el cristiano es Cristo, la Verdad eterna. Y para el no cristiano, sigue siendo el mismo Cristo, como Verdad, aunque no conocido por la revelación. Esta actitud de búsqueda de un tercero requiere de una actitud de apertura, para ir descubriendo a ese tercero en el pensamiento expuesto por el otro.

c. Paulo VI habla de la claridad y dice: “el diálogo supone y exige la inteligibilidad, es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre”. (Ecclesiam Suam). Dentro de esta misma línea de pensamiento, hay que poner de relieve lo que los psicólogos llaman limpidez. Esta palabra nos lleva inmediatamente a pensar en el agua pura de fuentes que no han sido enturbiadas: por grande que sea la cantidad de agua, la limpidez deja ver claramente lo que hay en el fondo. El hombre límpido evita los rodeos en la expresión de su pensamiento y lo expone tal como lo ha concebido. El hombre límpido muestra con absoluta franqueza sus sentimientos y no trata jamás de esconderlos. El hombre límpido es rectilíneo, es decir, no busca por medios subterráneos la conquista de un objetivo también subterráneo, a través de manifestaciones mentirosas. El doblez engendra desconfianza y resistencia: impide el diálogo.

d. Humildad: “No hay diálogo, si no hay humildad”, dice Paulo Freire y continúa “la pronunciación del mundo, con la cual el hombre lo recrea permanentemente no puede ser un acto arrogante. El diálogo como encuentro de los hombres para la tarea común de saber y actuar se rompe si sus polos o uno de ellos pierde la humildad.

¿Cómo puedo dialogar, por ejemplo, si aliento la ignorancia, esto es, si la veo siempre en el otro, nunca en mí? ¿Cómo puedo dialogar si me reconozco como un hombre diferente, virtuoso por herencia, al frente de los otros, meros “ellos”, a quienes no veo como “yo”?

¿Cómo puedo dialogar si me siento participante de un “ghetto” de hombres puros y de hombres sabios, propietarios de la virtud y del saber para quienes todos los que estén fuera son unos enfermos del alma o de la inteligencia, son “esa gente” o son “nativos inferiores”?

¿Cómo puedo dialogar si parto de que la “pronunciación” del mundo es tarea de hombres selectos y que la presencia de las masas populares en la historia es señal de que la historia misma se deteriora, cosa que debo evitar? ¿Cómo puedo dialogar si me cierro a la contribución del otro que jamás reconozco y de la que me siento hasta ofendido? ¿Cómo puedo dialogar si temo la superación y con solo pensar en ella sufro? ¿Si a priori admito y afirmo que los campesinos y obreros son absolutamente ignorantes, incapaces, cómo puedo dialogar con ellos?

La autosuficiencia es incompatible con el diálogo. Los hombres que no tienen humildad o que la han perdido no pueden acercarse a los hombres sencillos. No pueden ser sus compañeros de pronunciación del mundo.