sábado, 19 de septiembre de 2009

Envío Nº 61: EVANGELIZACIÓN EN RIOBAMBA (II PARTE)

EVANGELIZACION EN RIOBAMBA (II Parte)

4. ¿Iglesia nueva o Iglesia viva? - Alguien de los participan¬tes expresó se su preocupación en este sentido:

- Creo que no podemos hablar de Iglesia nueva o de Iglesia vieja. Lo único que hay antiguo es el Evangelio, porque el Evangelio permanece siempre el mismo. Pero los hombres se sienten impulsados a seguir siempre adelante, a buscar y conquistar el progreso. Más me gusta a mí hablar de Iglesia viva antes que de Iglesia nueva.

Esta preocupación nos llevó a hacer algunas reflexiones. Es cierto que el Evangelio, sobre todo si consideramos que se identifica con la persona de Cristo, es permanente. Pero debemos considerar que también el Evangelio es siempre nuevo. Nosotros mismos lo habremos experimentado muchísimas veces. La palabra de Dios nos habla de un modo en determinadas circunstan¬cias de nuestra vida y de otro modo en otras circunstancias. La palabra de Dios interpela de un modo a unas personas y de otro modo a otras personas. La Palabra de Dios nos renueva y nos sigue invitando a renovarnos permanentemente.

Si bien es verdad que los hombres sentimos el impulso de marchar hacia adelante, de progresar en la conquista de los misterios de la naturaleza, también es verdad que fácilmente nos estancamos, que fácilmente envejecemos, no sólo en el sentido de que avanzamos en edad, sino también en el sentido de que nos apegamos a tradiciones y costumbres antiguas, a formas exteriores de expresión, a estructuras religioso-socia¬les ya hechas. Desde este punto de vista, podemos hablar de envejecimiento de la Iglesia. Por esta razón, el Papa Juan XXIII expresó la idea de que debíamos trabajar por edificar una Iglesia que no tuviera manchas ni arrugas. Las arrugas son señal de envejecimiento. La Iglesia tiene necesidad de rejuve¬necimiento, de renovarse, para poder mostrar ante el mundo un semblante fresco y atrayente.

Propiamente hablando, no hay contraposición ni mayor diferencia entre Iglesia nueva e Iglesia viva, pues todo lo que es vida se renueva, se rejuvenece. El peligro estaría más bien en contraponer Iglesia viva a Iglesia muerta. La Iglesia ha podido envejecer en ciertas etapas de la historia; pero la vida que lleva dentro de sí la ha impulsado a deshacerse de formas anticuadas y de tradiciones que ya no eran una respues¬ta evangélica a las necesidades de los hombres. Esto es lo que ha sucedido con el Concilio Vaticano II: ese impulso interno de vida ha llevado a la Iglesia a revisarse a sí misma frente a las exigencias del mundo de hoy.

Cierto es, dijo otra persona, que el Concilio Vaticano II imprimió un gran impulso renovador a la Iglesia. Cierto es que la Conferencia de Medellín canalizó ese espíritu renovador del Concilio para una aplicación de la Iglesia en América Latina. Pero, al cabo de algunos años, ese impulso ha desaparecido y de nuevo la Iglesia va volviendo hacia atrás, se va estancan¬do, se va retrasando en comparación de la marcha acelerada del mundo.

A este propósito, es necesario reconocer que, por una parte, existe esta inclinación a volver atrás, a estancarse, a retrasarse. Pero también es forzoso reconocer que el impulso renovador supervive y continúa, quizá no de manera espectacu¬lar, pero sí de manera evidente y esperanzadora. Hay grupos por todas partes de cristianos que marchan bajo el impulso renovador del Evangelio. Creo que este impulso es indestructi¬ble. Es necesario comprender que es algo lógico que todo impulso renovador encuentre resistencias. Para comprenderlo bien, veamos lo que sucede con cualquier ser vivo. Tomemos como ejemplo un árbol. La corteza envejece con el tiempo. El impulso de vida interior del árbol va creando una nueva corteza. Pero la parte vieja opone resistencia a la parte nueva. Sin embargo, un día acabará la corteza nueva por expul¬sar a la corteza vieja.

Tengamos muy presente que nosotros mismos podemos guardar alrededor de nuestra vida estructuras mentales y estructuras sociales ya envejecidas y que tenemos necesidad de favorecer el cambio, de esas estructuras al impulso vivificador del Evange¬lio. En esto ha de consistir nuestra propia conversión.

5. Fe y conversión.- Acabo de hablar de la palabra conversión y esta palabra me inspira una pregunta" ¿qué produce en noso¬tros una auténtica evangelización?

De las múltiples respuestas que se dieron a esta pregun¬ta, tomo solamente una. Se dijo que la evangelización está llamada a producir la fe. Efectivamente, es así: la evangeli¬zación tiende a producir la fe. Pero ¿qué entendemos por fe?

Las respuestas fueron orientándose en dos corrientes claramente diferentes. Unas expresaban un concepto de fe intelectualista y cosificador. Se decía que la fe era la aceptación sin dudar de los misterios que enseña la Iglesia. Se decía también que era tener por ciertas las cosas reveladas por Dios. De otro costado, se empezó a decir que la fe tenía por objeto no unos misterios ni unas cosas, sino la persona misma de Cristo. Además, desde este mismo costado, se cuestio¬nó la frase "sin dudar" y se dijo que el contenido de la fe debía ser sometido a un examen crítico.

Considerando la fe desde un punto de vista más existen¬cial que teórico llegamos a las siguientes reflexiones;

Hemos dicho que la Buena Nueva de salvación es Cristo. Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre. Cristo es el Don de Dios a los hombres. Este primer elemento histórico y existen¬cial de la fe aparece claramente en muchos textos del Evange¬lio. Cuando Ntro. Señor Jesucristo afirmó que nadie conoce al Padre sino el Hijo y que nadie conoce al Hijo sino aquel a quien el Padre quisiera revelárselo, se ve claramente que el objeto de la fe es una Persona: la persona misma de Cristo. Se ve también claramente que es un don, pues Ntro. Señor Jesu¬cristo afirma que solamente llega al conocimiento de su perso¬na aquel a quien el Padre quisiera revelárselo. En la conver¬sación que Jesús sostuvo con la mujer samaritana, llegó un momento en que él le dijo: "Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber, más bien tú le pedirías agua y él te daría una agua que le quitaría la sed para siempre". Conocer el don de Dios. No es posible esto al hombre. Es nece¬sario que ese don sea dado. Esto es lo que ha hecho el Padre. Nos ha dado a su Hijo. He aquí un elemento fundamental de la fe. Cierto es que Ntro. Señor Jesucristo dijo un día a sus apóstoles: "ya no os llamaré siervos, sino que os llamo ami¬gos, porque os he revelado todos los secretos de mi Padre". Los secretos de Dios son misterios para nosotros. Pero estos misterios constituyen la vida misma de relaciones que Dios tiene en su interior y que luego tiene con los hombres a través de su Hijo. Se trata de relaciones personales, existen¬ciales o vivenciales. Se trata de la vida misma de Dios. Por consiguiente, no podemos separar lo que llamamos misterios de la persona de Ntro. Señor Jesucristo.

El Evangelio habla de conocimiento del don de Dios. Nosotros también hablamos de la necesidad de conocer a Cristo. Es necesario aclarar de qué conocimiento se trata. Sin dese¬char el conocimiento intelectual, se trata más bien de un conocimiento experiencial. Con frecuencia, nos contentamos con el conocimiento intelectual. Llegamos a saber que el Hijo de Dios se hizo hombre en las entrañas virginales de María; que nació en Belén; que huyó a Egipto; que vivió en Nazaret; que empezó su vida pública ya hombre adulto, y otras cosas más. Pero esto no significa que ese don de Dios ha entrado en nuestro conocimiento. Todo ese esfuerzo de conocimiento puede ser una parte. Hace falta otra, más importante quizá y es el encuentro misterioso con el Señor. Y es sentir profundamente esa simpatía hacia el Señor, esa atracción irresistible hacia su persona, esa inquietud que no le permite a quien ha reali¬zado el encuentro permanecer tranquilo. Cuando, bajo la indi¬cación del Bautista, dos de sus discípulos resolvieron seguir a Jesús y pudieron conversar con él durante una tarde, ya no se quedaron tranquilos. Hablaron de este encuentro a sus hermanos y amigos. Volvieron a buscar a Jesús para escucharle y para acompañarle en sus correrías. De tal manera, la persona de Jesús fue penetrando en sus corazones, que llegó el tiempo en el que resolvieron abandonarlo todo, sus barcas, sus redes, sus casas, su familia, para seguir definitivamente a Jesús. Así es la respuesta que empieza a dar el hombre al don que Dios le ofrece. La fe es así encuentro con Cristo, descubri¬miento de Cristo, simpatía hacia su persona, seguimiento, confianza, entrega, hasta llegar a la aceptación y al compro¬miso. Por el compromiso, a la conversación en su verdadero sentido. Nos convertimos de verdad cuando nos comprometemos con él en la salvación de los hombres.

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