sábado, 19 de septiembre de 2009

Envío Nº 38: EL EVANGELIO EN LA VIDA (II Parte)

EL EVANGELIO EN LA VIDA II Parte

3.- Lo que nos trae el mundo del pecado.- El mundo del pecado mira con extraordinaria expectativa a Jesús, el Mesías. Se agolpa alrededor de El multitudinariamente. Le sigue aún haciendo sacrificios. Pero lo que espera es milagros. Así le seguían las multitudes a Jesús. El se compadeció de ellas y efectivamente hizo el milagro de la multiplicación de panes para dar de comer a una multitud inmensa compuesta de cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, Jesús quiso aprovechar de esta oportunidad y, a través de este mismo milagro, explicarles que El era el Pan de Vida: “Yo mismo soy ese Pan Vivo que bajó del cielo; el que come de este Pan vivirá para siempre. El Pan que Yo daré, es mi propio cuerpo. Lo daré para la vida del mundo”.

Las multitudes que habían tenido todo el deseo de proclamarle Rey, después de haberse hartado del pan milagroso, y que le había ido buscando alrededor del lago de Genesaret hasta encontrarlo, se sintió desilusionada: ¿cómo puede éste darnos a comer su propio cuerpo?”

Ya Jesús les había dicho al volver a verlos: “en verdad les digo que ustedes me buscan porque comieron hasta llenarse, y no porque hayan entendido las señales milagrosas…”

Y, como efectivamente no llegaron a entender lo que Jesús quería enseñarles, después de una amarga discusión, le abandonaron casi todos: “esto que dice es muy difícil de aceptar. ¿Quién puede hacerle caso?”… “Desde entonces, muchos de los que habían seguido a Jesús lo abandonaron, ya no andaban con El. Entonces Jesús preguntó a los doce discípulos: ¿También ustedes quieren irse? Pero Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna. Nosotros ya hemos creído, y sabemos que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

El mundo del pecado parece tener cerrados los ojos para no ver. No quisieron ver y no reconocieron a Cristo como el Hijo del Dios vivo los escribas y fariseos de la época en que vivió el Señor. A pesar de que estaban suficientemente instruidos en las Sagradas Escrituras, a pesar de que conocían cuánto habían escrito los profetas, a pesar de que según los mismos profetas había llegado ya el tiempo de la aparición del Mesías, no abrieron los ojos y no le conocieron. ¿Por qué? Quizá porque tenían conquistada una posición social y económica que les daba seguridad y prestigio. Quizá porque no querían abandonar esta posición de privilegio. Quizá porque concebían el Reino de Dios como algo espectacular, según los criterios del mundo: un gran rey, fastuoso, poderoso, invencible, utilizando las armas de este mundo. No abrieron tampoco los ojos y no conocieron a Jesús las personas más allegadas a El, sus mismos parientes. El Evangelio nos dice que ni sus parientes creían en El. Más bien se burlaban de cuanto El decía y hacía y aún le tomaban por loco. ¿Por qué? Quizá porque también ellos habían permitido que penetrara en su corazón el criterio del mundo: criterio del poder, de esplendor, de falsa grandeza.

El mundo del pecado no se detiene en inventar mentiras y calumnias contra la verdad. Es esto lo que ocurrió con Jesús. Dijeron que los milagros que hacía era porque tenía pacto con el diablo: “el padre de ustedes es el diablo. Ustedes son de él y quieren hacer lo que él quiere. El diablo ha sido un asesino desde el principio. Nunca se ha basado en la verdad, y nunca dice la verdad. Cuando dice mentiras, habla como lo que él es: porque es mentiroso y es el padre de la mentira. Pero como Yo digo la verdad ustedes no me creen…”

El mundo del pecado, siguiendo este mismo espíritu de la mentira, llegó a acusar a Jesús falsamente y con juramento. Sus enemigos contrataron testigos falsos que dijeran con juramento mentiras acusatorias contra Jesús. Ni así encontraron causa suficiente para quitarle la vida. Pero encontraron modos, llevados del odio, cerrando una vez más y para siempre sus ojos a la luz. Jesús, efectivamente, proclamó delante de las autoridades judías que El era el Hijo de Dios y entonces fue acusado de blasfemia y de ser reo de muerte.

Esto es lo que trae el mundo del pecado en relación con la salvación que nos ha traído Cristo.

4.- Nuestros aportes al mundo del pecado.- Doy por supuesto que nosotros, es decir quienes me están escuchando y muchas otras personas más, nos declaramos discípulos de Cristo. Somos católicos, somos cristianos, porque somos seguidores de Cristo. Sin embargo, también nosotros vivimos en peligro de aportar al mundo del pecado, del que acabamos de hablar.

Lo que el mundo del pecado hizo con Jesucristo sigue haciéndolo ahora con Él mismo. Y nosotros tenemos la tendencia a aportar a ese mundo del pecado, de la misma manera como aportaron los discípulos del Señor. Estos se mostraron durante largo tiempo cortos de vista y también interesados. Verdad es que se prendaron del Señor desde el primer momento en que le conocieron. Verdad es que abandonaron a sus padres y todas sus cosas para seguirle. Verdad es que fueron sus fieles compañeros en las andanzas por el territorio de Judea y de Galilea. Verdad es que fueron sus colaboradores y admiradores, tanto cuando le veían hacer milagros, como cuando le escuchaban sus predicaciones. Pero se manifestaron, como ya dije, de vista corta e interesada. Para ejemplo baste citar el siguiente pasaje: “Entonces Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron:

- Maestro, queremos que nos hagas el favor que te pedimos.
El entonces les preguntó:
- ¿Qué quieren que haga?
Y le dijeron:
- Haz que en tu reino glorioso nos sentemos, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.
Entonces Jesús les dijo:
- Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden ustedes pasar por este trago amargo por el que voy a pasar, y recibir el bautismo que voy a recibir?
Ellos contestaron:
- Podemos.
Jesús les dijo:
- De veras, ustedes pasarán por este trago amargo, y recibirán el bautismo que Yo reciba; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda, a Mí no me toca darlo, sino que le será dado a aquellos para quienes está preparado.
Cuando los otros diez discípulos le oyeron, se enojaron contra Santiago y Juan. Pero Jesús les llamó, y les dijo:
- Como ustedes saben, los que gobiernan las naciones se hacen dueños de ellas, y los grandes entre ellos les hacen sentir la autoridad. Pero no será así entre ustedes. Al contrario el que quiera ser grande entre ustedes, debe servir a los demás; y cualquiera de ustedes que quiera ser el primero, debe ser el esclavo de todos. Porque aún el Hijo del Hombre no vino para que le sirvan, sino para servir, y para dar su vida como precio de la liberación de muchos”. (Mc. 10, 35-45)

Nosotros, aunque seamos discípulos de Cristo, tenemos la tendencia a aportar al mundo del pecado la incomprensión del misterio de Cristo y, por consiguiente el desconocimiento de lo que Cristo es como Salvador de los hombres. Si Cristo se encarnó, obtuvo así un cuerpo y una sensibilidad que le hicieron capaz de padecimiento. El aceptó libremente los padecimientos y aún la muerte para liberarnos del pecado. El venció al pecado y venció también a la muerte: con su propia muerte venció al pecado y con su resurrección venció a la muerte. El es nuestra vida.

A nosotros nos puede suceder lo mismo que a los apóstoles: ellos no acababan de comprender que su Maestro tuviera que morir condenado por sus enemigos. Reflexionemos sobre este pasaje, tomando como ejemplo entre otros:

“Desde entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que El tendría que ir a Jerusalén y que los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley le harían sufrir mucho. Les dijo que lo iban a matar, pero que al tercer día resucitaría. Entonces Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo diciéndoles:

- ¡Ni lo quiera Dios, Señor! ¡Que nunca te llegue a pasar esto!
Pero Jesús se dio vuelta y le dijo a Pedro:
- Apártate de Mí, Satanás, pues me eres un estorbo. Tú no piensas como Dios, sino como los hombres.
Entonces Jesús dijo a sus discípulos:
- Si alguno me quiere, debe olvidarse de sí mismo y seguirme aún a costa de su propia vida. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la encontrará”. (Mt. 16, 21-26)

¿Hemos entendido nosotros, a la luz del Evangelio, el significado del dolor y del padecimiento? ¿Hemos penetrado en el misterio de la cruz? ¿No es verdad que, o bien no entendemos este misterio, o bien nos hemos apegado enfermizamente al sufrimiento y hemos adoptado una actitud resignada y conformista, no por espíritu de fe sino por apatía y pasivismo? Penetrar en el misterio de Cristo es entender el misterio de la cruz como el misterio de la resurrección: estamos llamados a morir para conquistar una vida mejor, y esto durante todos los días.

Nosotros tenemos la tendencia a aportar al mundo del pecado, lo mismo que los discípulos del Señor, cuando nos dejamos llevar de la cobardía y del desaliento, cuando queremos cruzarnos de brazos frente a las dificultades y contradicciones, cuando abandonamos nuestra lucha y nos dispersamos en busca de nuestra propia seguridad y dejamos solos a compañeros y hermanos más fieles. Esto mismo hicieron los apóstoles en el Huerto de los Olivos. Pedro, en un primer momento, aparentó valentía, pero luego frente a una criada renegó de su Maestro. Los demás, con excepción de Juan, se dispersaron y huyeron. ¿Cómo nos comportamos nosotros en relación con los duros momentos que tiene que vivir la Iglesia en estos tiempos?

5.- El Evangelio en la vida.- Si hemos dicho que el Evangelio no es un libro ni es una cosa, sino la misma persona de Cristo muerto y resucitado, me parece que introducir el Evangelio en nuestra vida es aceptar una triple participación:

- Participación en la muerte y resurrección de Cristo, para la destrucción del pecado en nosotros mismos. Si examinamos constantemente nuestra vida a la luz de los acontecimientos diarios, de nuestras relaciones con los hombres y a la luz del Evangelio, encontraremos que todavía permanecemos invadidos por las sombras del pecado: una oculta soberbia, facilidad por lo mismo para el resentimiento, desprecio al prójimo, murmuraciones que disminuyen el valor del prójimo y abultan sus defectos, mentiras que perjudican al prójimo con miras a hacer resaltar nuestros propios méritos, habladurías y enredos tendientes a dividir y a sembrar desconfianzas, repentinos brotes de dominación a quienes juzgamos inferiores a nosotros, adulo y falsedad frente a los que consideramos más poderosos que nosotros, hambre de comodidades y placeres, sensualidad, pereza, irresponsabilidad, liviandad, cobardía… A todo esto tenemos que morir. Y resucitar quiere decir ser más verdadero, ser más generoso, ser más hermanos, en una palabra aprender a olvidarnos de nosotros mismos y a amar más y mejor al prójimo sin acepción de personas.

- Participación en la acción redentora de Cristo. Los mismos sufrimientos que nos trae la vida, sean físicos, sean morales, pueden servir no sólo para la destrucción del pecado en nosotros mismos, sino también para la destrucción del pecado en nuestros semejantes. Si formamos con Cristo y con los hermanos un mismo cuerpo, como lo dice San Pablo, la salud de unos miembros contribuye al bienestar de los otros. En este sentido, San Pablo hablaba de completar en sus miembros lo que faltaba a la pasión de Cristo: contribuyamos también nosotros con nuestros sufrimientos a la redención del mundo.

- Participación en la construcción del mundo, tanto material, como social, como Reino de Dios. Dios quiere que perfeccionemos el mundo material y así crezcamos como hombres. Dios quiere que construyamos el mundo de los hombres y que el mundo material y el mundo de los hombres le sometamos a Cristo para que, siendo nosotros de Cristo y Cristo de Dios, el Padre sea glorificado.

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