lunes, 14 de diciembre de 2009

Envío Nº 103: EL MENSAJE DE CRISTO HOY Y AQUÍ ( I Parte)

FUNDACIÓN PUEBLO INDIO DEL ECUADOR
Constituida por Mons. Leonidas Proaño
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CELEBRAMOS el JUBILEO de
Mons. LEONIDAS PROAÑO

Programa radial HOY Y MAÑANA
Riobamba, 15 de diciembre 1972
Mons. Leonidas E. Proaño

EL MENSAJE DE CRISTO HOY Y AQUÍ (I Parte)

1) Denuncia.- Después de haber dado una mirada a la situación en la que vive el hombre concreto de nuestro país, de haber reflexionado acerca de los designios que Dios tiene sobre el hombre, sobre la comunidad, sobre el mundo y sobre la historia...después de haber reflexionado sobre la realidad del pecado social y de haber presentado a Cristo como liberador del pecado del mundo, podemos preguntarnos: ¿cuál tendría que ser el mensaje de Cristo hoy y aquí?

Me parece que el Mensaje debe ser una respuesta a la realidad de opresión e injusticia en que vivimos.

El anuncio de este mensaje necesariamente tiene que involucrar el deber de la denuncia. Con la misión profética, la Iglesia ha recibido la misión de denunciar toda injusticia, toda opresión, toda mentira, todo orgullo, toda ambición…en una palabra, todas las perversiones introducidas por el pecado.

La denuncia, como la palabra misma lo indica, tiene que ser una especie de desnudamiento del pecado: que se lo vea en toda su fealdad, en todas sus implicaciones, en toda su tiranía. Naturalmente, la denuncia provoca dolores y disgustos, angustias y temores, cóleras y venganzas. Aquí está el origen del odio y de las persecuciones contra quienes levantan su voz profética.

2) Dentro de la Iglesia.- Pero, si somos sinceros, descubrimos que también en el seno de la Iglesia se cometen injusticias, que también en el seno de la Iglesia se ha introducido el reino del pecado. ¿Cómo levantar entonces la voz para condenar las injusticias y el pecado en otros? ¿Qué autoridad puede tener una palabra denunciadora si procede de la boca de quienes nos encontramos manchados por las mismas injusticias?

Esa misma sinceridad debe llevarnos a denunciarnos a nosotros mismos, o sea a denunciar el pecado que está en nosotros. Nuestro deber es aceptar a la Iglesia tal como se encuentra, pero no para permanecer en ese estado, sino para cambiarlo. Si mi cuerpo ha recibido una herida, necesariamente tengo que aceptar la realidad de esa herida, pero también debo luchar al mismo tiempo para curarla y hacerla desaparecer. Esta ha sido la actitud de la Iglesia durante el Concilio: ha reconocido sus faltas y ha pedido perdón por ellas, públicamente. Esta misma ha sido la actitud de la Iglesia que está en América Latina, cuando se reunió en la II Conferencia General del Episcopado en Medellín: se reconoció pecadora e implicada en el pecado del mundo. Solamente así ha adquirido el derecho de denunciar en alta voz el sistema de opresión vigente en América Latina.

Todavía surge otro problema: hay sacerdotes y hay seglares que, encontrando inconsecuente a la Iglesia jerárquica, han preferido salirse de la Iglesia institucional para trabajar independientemente como cristianos. ¿Es acertada esta postura? Si somos consecuentes con la comparación arriba utilizada, no podemos aceptar una postura semejante. Nuestro deber es amar a la Iglesia tal como es y tal como está. Nuestro deber es trabajar infatigablemente, desde dentro de la Iglesia, para que esta Iglesia cambie, se vuelva más auténtica, se transforme en más evangélica. Si no trabajamos nosotros por transformarla, ¿quién lo hará?

Ciertamente que una fidelidad así, a toda prueba, hacia la Iglesia trae con frecuencia muchos sinsabores. Pero entonces es cuando debemos recordar que Cristo muere pobre para resucitar glorioso. La Iglesia debe vivir así, en sus miembros concretos, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, debe pasar constantemente de la muerte a la vida, debe mantener una actitud permanente de renovación y cambio.

3) El anuncio.- Siguiendo el pensamiento de Paulo Freire, a la denuncia debe seguir necesariamente el anuncio. Esto quiere decir que, después de mostrar en toda su fea desnudez al pecado, hay que presentar también en toda su belleza lo que es la resurrección y la vida, lo que es una sociedad nueva, lo que es una sociedad más justa, más veraz, más respetuosa. El pecado se ha hecho carne y sangre en el hombre y en la sociedad. También hay que anunciar todos los valores que mantiene el hombre, a pesar de encontrarse sumergido en el mundo del pecado, todas sus capacidades, todos sus impulsos generosos, todas sus aspiraciones nobles.

Contentarnos con la simple denuncia es condenarnos a la desesperación y al pesimismo. Jesucristo denunció el pecado con términos extremadamente duros, pero al mismo tiempo anunció el Reino de Dios y afirmó que está dentro de nosotros mismos.

De igual manera, cuando se trata de denunciar las fealdades de la Iglesia, no debemos encarnizarnos exclusivamente en estas fealdades, sino que tenemos que presentar el rostro de una nueva Iglesia. Es actitud de fe. Es confianza en el hombre y en la acción del Espíritu de Cristo. Es esta locura de la que habla San Pablo. Cuando parece que el horizonte está entenebrecido y que las tinieblas nos rodean por todas partes, cuando parece que un diluvio ha anegado al mundo y que no hay lugar en donde poner el pie, es cuando la voz del profeta hace también nacer la esperanza, porque Dios sigue siendo nuestro Padre, porque El nos quiere buenos, porque El nos quiere felices. Si Dios, para utilizar el lenguaje humano se hubiera dejado vencer por el pesimismo, no habría enviado a su Hijo para salvarnos. Dios se fía de nosotros, a pesar de todo. Esta es nuestra fe. Esta es nuestra Esperanza.

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